¿Por qué el arte se volvió feo?

Por Stephen R.C. Hicks
Traducido al Español por Alejandro Espinoza
(Título original, Why Art Became Ugly)

Durante mucho tiempo, los críticos del arte moderno y postmoderno han dependido de la estrategia de “Acaso no es aquello repugnante.” Me refiero con esto a la estrategia de señalar que ciertas obras de arte son feas, triviales o de mal gusto, que “un niño de cinco años lo pudo haber hecho,” y así sucesivamente. Y en su mayoría, lo han dejado hasta ahí. Los puntos han sido muchas veces ciertos, pero también han sido agotadores y poco convincentes—y el mundo del arte, en su mayoría, ha permanecido completamente inmune. Claro, las principales obras del arte del siglo XX son feas. Claro, muchas son ofensivas. Claro, un niño de cinco años pudo en muchos casos haber hecho un producto indistinto de las obras. Estos puntos no son discutibles—y se encuentran completamente afuera del cuestionamiento principal. La pregunta importante es: ¿Por qué el mundo del arte del siglo XX adoptó lo feo y lo ofensivo? ¿Por qué ha derramado sus energías creativas y su astucia en lo trivial y autoproclamado como sin sentido?

Es fácil señalar a los jugadores, psicológicamente perturbados o cínicos, que aprenden a manipular al sistema para obtener sus quince minutos o un buen cheque de una fundación, o los parásitos que juegan el juego para poder ser invitados a las fiestas correctas. Pero cada campo humano de trabajo tiene a sus parásitos, sus miembros perturbados y cínicos, y nunca son los que impulsan la escena. La pregunta es: ¿Por qué el cinismo y la fealdad entran al juego que tú tuviste que jugar para hacerla en el mundo del arte?

Mi primer tema será que el mundo del arte moderno y postmoderno estaba y está anidado al interior de un marco cultural más amplio, generado a finales del siglo XIX y principios del XX. A pesar de las invocaciones ocasionales del “Arte por el arte” y los intentos por despegarse de la vida, el arte siempre ha sido significativo, indagando en torno a los mismos temas sobre la condición humana que todas las formas de vida cultural indagan. Los artistas son seres humanos pensantes y sensibles, y piensan y sienten intensamente acerca de las mismas cosas importantes que toda persona inteligente y pasional realiza. Incluso cuando algunos artistas sostienen que su obra no tiene significado o referentes o sentido, dichas declaraciones son siempre significativas, referenciales y con sentido. Lo que cuenta como una declaración cultural significativa, sin embargo, depende de lo que está ocurriendo en el marco cultural e intelectual mayor. El mundo del arte no está sellado herméticamente—sus temas pueden tener una lógica de desarrollo interna, pero aquellos temas casi siempre no son generados desde el interior del mundo del arte.

Mi segundo tema será que el arte postmoderno no represente un rompimiento muy fuerte con el modernismo. A pesar de las variaciones que representa el postmodernismo, el mundo del arte postmoderno nunca ha desafiado fundamentalmente el marco que el modernismo adoptó a finales del siglo XIX. Existe una continuidad más fundamental entre ellos que una discontinuidad. El postmodernismo se ha vuelto simplemente un conjunto cada vez más estrecho de variaciones sobre un conjunto estrecho de temas modernistas. Para ver esto, ensayemos las principales líneas de desarrollo.

Los temas del modernismo

Para este momento, nos quedan claros los principales temas del arte moderno. Historias estandarizadas del arte nos dicen que el arte moderno murió alrededor de 1970, sus temas y estrategias agotadas, y que ahora tenemos más de un cuarto de siglo de postmodernismo detrás de nosotros.

El gran rompimiento con el pasado ocurrió hacia finales del siglo XIX. Hasta finales del siglo XIX, el arte era un vehículo de sensualidad, sentido y pasión. Sus metas eran la belleza y la originalidad. El artista era un maestro que dominaba su oficio. Dichos maestros eran capaces de crear representaciones originales con significado humano y atractivo universal. Al combinar oficio y visión, los artistas eran seres exaltados capaces de crear objetos que a su vez tenían un asombroso poder para exaltar los sentidos, los intelectos y las pasiones de aquellos que las experimentaban.

El rompimiento con dicha tradición llegó cuando los primeros modernistas de finales del XIX emprendieron sistemáticamente el proyecto de aislar todos los elementos del arte y eliminarlos o sobrevolar frente a ellos.

Las causas del rompimiento fueron muchas. El naturalismo cada vez mayor del siglo XIX llevó, para aquellos que no se habían sacudido de su herencia religiosa, a un sentimiento de desesperada soledad, sin una guía, en un vasto y vacío universo. El surgimiento de teorías filosóficas de escepticismo e irracionalismo llevó a muchos a desconfiar de sus facultades cognitivas de percepción y razón. El desarrollo de las teorías científicas de la evolución y la entropía trajeron consigo ideas pesimistas sobre la naturaleza humana y el destino del mundo. El esparcimiento del liberalismo y el libre mercado ocasionó que sus opositores en la izquierda política, muchos de los cuales eran miembros de la vanguardia artística, vieran los desarrollos políticos como una serie de profundas decepciones. Y las revoluciones tecnológicas que fueron estimuladas por la combinación de ciencia y capitalismo llevaron a muchos a proyectar un futuro en el cual la humanidad sería deshumanizada o destruida por las mismas máquinas que supuestamente los mejorarían. Para comienzos del siglo XX, el sentimiento de desasosiego del mundo intelectual en el siglo XIX se había convertido en una verdadera ansiedad. Los artistas respondieron, explorando en sus obras las implicaciones de un mundo en el cual la razón, la dignidad, el optimismo y la belleza parecían haber desaparecido.

El nuevo tema era: El arte debía ser una búsqueda de la verdad, no obstante qué tan brutal sea, y no una búsqueda de la belleza. De modo que la pregunta fue: ¿Cuál es la verdad del arte?

La primera declaración mayor del modernismo es una declaración de contenido: una exigencia por reconocer la verdad de que el mundo no es bello. El mundo es algo fracturado, decadente, horripilante, deprimente, vacío y finalmente ininteligible.

Esa declaración, por sí sola, no es singularmente modernista, aunque el número de artistas que se aliaron a dicha declaración es singularmente modernista. Algunos artistas del pasado llegaron a creer que el mundo era feo y horrible—pero habían usado las formas realistas tradicionales de la perspectiva y el color para decirlo. La innovación de los primeros modernistas era la de afirmar que la forma debe estar unida al contenido. El arte no debería usar las formas realistas tradicionales de la perspectiva y el color, porque esas formas presuponen una realidad ordenada, integrada y conocible.

Edvard Munch llegó ahí primero (El grito, 1893): si la verdad es que la realidad es un horroroso espiral desintegrándose, entonces tanto la forma como el contenido deben expresar el sentimiento. Pablo Picasso llegó ahí en segundo lugar (Las Damas de Avignon, 1907): si la verdad es que la realidad es fraccionada y vacía, entonces tanto forma como contenido deben expresarlo. Las pinturas surrealistas de Salvador Dalí dieron un paso más adelante: si la verdad es que la realidad es ininteligible, entonces el arte puede enseñarnos esta lección usando formas realistas contra la idea de que podemos distinguir la realidad objetiva de los sueños, irracionales, subjetivos.

El segundo desarrollo paralelo al interior del modernismo es el Reduccionismo. Si estamos incómodos con la idea de que el arte o cualquier disciplina puede decirnos la verdad acerca de la realidad objetiva y externa, entonces nos distanciaremos de cualquier tipo de contenido y nos enfocaremos únicamente en la singularidad del arte. Y si nos preocupa lo que es singular en el arte, entonces cada medio artístico es diferente. Por ejemplo, ¿qué distingue a la pintura de la literatura? La literatura nos cuenta historias—de modo que la pintura no debería pretender ser literatura; en vez de ello, debería enfocarse en su propia singularidad. La verdad de la pintura es que es una superficie bidimensional con pintura encima. De modo que, en vez de contar historias, el movimiento reduccionista en la pintura afirma, para encontrar la verdad de la pintura, los pintores deben eliminar deliberadamente todo lo que pueda ser eliminado de la pintura para ver qué sobrevive. Entonces, conoceremos la esencia de la pintura. Ya que estamos eliminando, en las siguientes piezas icónicas del mundo del arte del siglo XX, muchas veces no es lo que está en el lienzo lo que cuenta, sino lo que no se encuentra ahí. Lo que es significativo es lo que ha sido eliminado y ahora se encuentra ausente. El arte comienza a tratarse de la ausencia. Muchas estrategias de eliminación fueron buscadas por los primeros reduccionistas. Si, tradicionalmente, la pintura fue cognitivamente significativa, en el sentido de que nos decía algo sobre la realidad externa, entonces lo primero que debemos tratar de eliminar es el contenido basado en una supuesta conciencia de la realidad. La obra de Metamorfosis de Dalí sirve aquí para un doble propósito. Dalí desafía la idea de que lo que llamamos realidad no es más que un estado psicológico bizarro. Las Damas de Picasso también juegan este doble papel: si los ojos son las ventanas del alma, entonces estas almas son terroríficamente ausentes. O si volteamos el enfoque hacia el otro lado y decimos que nuestros ojos son nuestro acceso al mundo, entonces las mujeres de Picasso no están viendo nada.

De modo que eliminamos del arte una conexión cognitiva con una realidad externa. ¿Qué más puede eliminarse? Si tradicionalmente, la habilidad en la pintura es cuestión de representar un mundo tridimensional en una superficie bidimensional, entonces para mantenerse fieles a la pintura debemos eliminar la pretensión de una tercera dimensión. La escultura es tridimensional, pero la pintura no es escultura. La verdad de la pintura es que no es tridimensional. Por ejemplo, la obra Dionisio de Barnett Newman (1949)—que consiste en un fondo verde con dos líneas horizontales delgadas, una amarilla y otra roja—es representativa de esta línea de desarrollo. Es pintura sobre lienzo y sólo pintura sobre lienzo.

Pero las pinturas tradicionales tienen una textura, que lleva a un efecto tridimensional si uno la observa con cuidado. Entonces, como demuestra Louis Morris en Alpha-Phi (1961), podemos acercarnos más a la esencia bidimensional de la pintura adelgazando las pinturas de modo que no haya textura. Estamos aquí lo más tridimensional posible, y ahí es donde está el final de esta estrategia reduccionista—la tercera dimensión desaparece.

Por otro lado, si la pintura es bidimensional, entonces quizás podemos seguir siendo fieles a la pintura si pintamos cosas que en sí mismas son tridimensionales. Por ejemplo, White Flag de Jasper Johns (1955-58) es una pintura de los Estados Unidos recubierta de blanco, y Drowning Girl (1963), Wham! (1963) de Roy Lichtenstein y otras, son paneles de cómic magnificados sobre lienzos en gran formato. Pero las banderas y los cómics son en sí mismos objetos bidimensionales, de modo que una pintura bidimensional de éstas mantiene su verdad esencial, mientras que nos permite seguir siendo fieles al tema de la bidimensionalidad de la pintura. Este procedimiento es particularmente astuto porque, mientras permanece como bidimensional, al mismo tiempo podemos contrabandear un contenido ilícito—contenido que anteriormente se había eliminado.

Pero claro que eso en realidad es hacer trampa, como Lichtenstein llegó a señalarlo con humor en su obra Brushstroke (1965). Si la pintura es el acto de poner brochazos en el lienzo, entonces para ser fiel al acto de pintar, el producto debe verse como es: un brochazo en el lienzo. Y con esa pequeña broma, esta línea de desarrollo se terminó.

Hasta ahora, en nuestra búsqueda por la verdad de la pintura, hemos intentado sólo jugar con la brecha entre lo tridimensional y lo bidimensional. ¿Qué pasa con la composición y la diferenciación de color? ¿Podemos eliminarlos?

Si tradicionalmente, la habilidad en la pintura requiere de un dominio en la composición, entonces, como lo ilustran famosamente las piezas de Pollock, podemos eliminar una composición cuidadosa a favor del azar. O si, tradicionalmente, la habilidad en la pintura implica un dominio en el rango de colores y de diferenciación de color, entonces podemos eliminar la diferenciación de color. A principios del siglo XX, la obra de Kasimir Malevich, Blanco sobre Blanco (1918), era un cuadrado blancuzco pintado sobre un fondo blanco. Abstract Painting de Ad Reinhardt (1960-66) trajo esta línea de desarrollo a su desenlace al mostrar una cruz muy, muy negra, pintada sobre un fondo muy, muy negro.

O si tradicionalmente el objeto de arte es un artefacto singular y especial, entonces podemos eliminar el estatus especial del objeto de arte, haciendo obras que sean reproducciones de objetos atrozmente ordinarios. Las pinturas de las latas de sopa de Andy Warhol, y las reproducciones de las cajas de sopa de tomate, tienen justo ese resultado. O en una variación en dicho tema, introduciendo secretamente una crítica cultural, podemos mostrar que lo que el arte y el capitalismo hacen es tomar objetos que son de hecho especiales y singulares—como Marilyn Monroe—y reducirlos a mercancías bidimensionales producidas en masa (Marilyn (Three Times), 1962).

O si el arte es tradicionalmente sensual e incorporado perceptivamente, entonces podemos eliminar lo sensual y perceptual en su totalidad, como en el arte conceptual. Consideremos la obra de Joseph Kosuth It was It, Number 4. Kosuth creó primero un fondo de texto tipográfico que dice:

Observation of the conditions under which misreadings occur gives rise to a doubt which I should not like to leave unmentioned, because it can, I think, become the starting-point for a fruitful investigation. Everyone knows how frequently the reader finds that in reading aloud his attention wanders from the text and turns to his own thoughts. As a result of this digression on the part of his attention he is often unable, if interrupted and questioned, to give any account of what he has read. He has read, as it were, automatically, but not correctly.

(“La observación de las condiciones bajo las cuales ocurren las lecturas mal interpretadas dan lugar a una duda que no me gustaría dejar sin mencionar, porque puede, pienso, convertirse en el punto de partida para una investigación fructífera. Todos saben qué tan frecuentemente el lector descubre que, al leer en voz alta, su atención se distrae del texto y se dirige a sus propios pensamientos. Como resultado de esta digresión por parte de su atención, muchas veces es incapaz, si es interrumpido o cuestionado, dar cuente de lo que ha leído. Ha leído, como tal, de manera automática, pero no correctamente.”)

Luego, revistió el texto negro con las siguientes palabras con neón azul:

Description of the same content twice.
It was it.

Aquí, el atractivo perceptual es mínimo, y el arte se convierte en una empresa puramente conceptual. Y así hemos eliminado a la pintura en su totalidad.

Si reunimos todas las estrategias mencionadas arriba, el curso de la pintura moderna ha sido el de eliminar la tercera dimensión, la composición, el color, el contenido perceptual y el sentido del objeto de arte como algo especial.

Esto nos lleva inevitablemente a Marcel Duchamp, el abuelo del modernismo que vio el final del camino décadas antes. Con su Fountain (1917), Duchamp hizo la declaración por excelencia sobre la historia y futuro del arte. Duchamp, claro que conocía la historia del arte y, dadas las modas recientes, hacia dónde iba el arte. Sabía lo que se había logrado—como a través de los signos el arte había sido un vehículo poderoso que aludía al desarrollo más elevado de la visión creativa humana y exigía una habilidad técnica exacta; y sabía que el arte tenía un asombroso poder para exaltar los sentidos, las mentes y las pasiones de aquellos que las vivían. Con su urinario, Duchamp ofreció premonitoriamente una declaración sumaria. El artista no es un gran creador—Duchamp fue de compras a una plomería. La obra de arte no es un objeto especial—se producía en masa en una fábrica. La experiencia del arte no es excitante y ennoblecedora—es confusa y nos deja con un sentido de disgusto. Pero más allá y por encima de esto, Duchamp no seleccionó cualquier tipo de ready-made para presentarlo. Pudo haber elegido un sink o una perilla. Al seleccionar el urinario, su mensaje quedó claro: el Arte es algo a lo que orinas.

Pero hay aun un punto más profundo que el urinario de Duchamp nos enseña sobre la trayectoria del modernismo. En el modernismo, el arte se convierte en una empresa filosófica más que artística. El propósito impulsor del modernismo no es el de hacer arte sino el de descubrir qué es el arte. Hemos eliminado X: ¿sigue siendo arte? Ahora hemos eliminado Y: ¿sigue siendo arte? La finalidad de los objetos no era el de una experiencia estética; más bien, las obras son símbolos que representan un estadio en la evolución de un experimento filosófico. En la mayoría de los casos, las discusiones sobre las obras son mucho más interesantes que las obras mismas. Eso quiere decir que mantenemos las obras en los museos y archivos, y que las vemos no por sí mismas, sino por la misma razón por la que los científicos mantienen sus anotaciones de laboratorio—como un registro de su pensamiento en distintos momentos. O, para usar una analogía distinta, el propósito de los objetos de arte es como la de los señalamientos en la carretera—no como objetos de contemplación por sí mismos, sino como indicadores que nos dicen hasta dónde hemos viajado en un camino determinado.

Este fue el punto de Duchamp cuando señaló, con cierto desprecio, que la mayoría de los críticos no habían entendido: “Arrojé el escurridor de botellas y el urinario en sus caras como un desafío, y ahora los admiran por su belleza estética.” El urinario no es arte—es un dispositivo usado como parte de un ejercicio intelectual para tratar de entender porqué no es arte.

El modernismo no tuvo una respuesta al desafío de Duchamp, y para la década de los sesenta, descubrió que había llegado a un camino sin salida. Al grado de que el arte moderno tenía contenido, su pesimismo lo llevó a la conclusión de que no había nada que valiera la pena decir. Al grado de que jugó el juego de la eliminación reductora, descubrió que no había nada singularmente artístico que sobreviviera a la eliminación. El arte se convirtió en nada. En los sesenta, Robert Rauschenberg fue muchas veces citado con esta idea, “Los artistas no son mejores que un oficinista de archivero.” Y Andy Warhol encontró su habitual manera sonriente para anunciar el final cuando le preguntaron qué pensaba que era el arte: “¿El arte? Ese es un nombre masculino.”

Los cuatro temas del postmodernismo

¿A dónde podía ir el arte después de la muerte del modernismo? El postmodernismo no se fue, y no se ha ido, muy lejos. Necesitaba un contenido y algunas formas nuevas, pero no quería regresar al clasicismo, o al realismo tradicional.

Como lo hizo a finales del siglo XIX, el mundo del arte se acercó y tomó del contexto intelectual y cultural más amplio de finales de los sesenta y setenta. Absorbió la moda del universo absurdo del existencialismo, el fracaso del reduccionismo positivista, y el colapso de la Nueva Izquierda del socialismo. Se conectó con pesos pesados de la intelectualidad, como Thomas Kuhn, Michel Foucault y Jacques Derrida, y tomó sus claves de los temas abstractos del antirrealismo, la deconstrucción, y sus propuestas elevadas de adversarios en torno a la cultura de occidente. De estos temas, el postmodernismo introdujo cuatro variaciones del modernismo.

Primero, el postmodernismo reintrodujo el contenido—pero solamente un contenido autorreferencial e irónico. Al igual que el postmodernismo filosófico, el postmodernismo artístico rechazaba cualquier forma de realismo y se volvió antirrealista. El arte ya no puede ser acerca de la realidad o la naturaleza—porque, de acuerdo con el postmodernismo, la “realidad” y la “naturaleza” son simples construcciones sociales. Todo lo que tenemos son el mundo social y sus construcciones sociales, siendo una de estas construcciones el mundo del arte. Entonces, podemos tener contenido en nuestro arte siempre y cuando hablemos de manera autorreferencial acerca del mundo social del arte.

Segundo, el postmodernismo se dirigió a una deconstrucción más implacable de las categorías tradicionales, que los modernistas no habían eliminado por completo. El modernismo había sido reduccionista, pero permanecían algunos blancos artísticos.

Por ejemplo, la integridad estilística siempre había sido un elemento del gran arte, y la pureza artística fue una fuerza motivadora al interior del modernismo. Entonces, una estrategia postmoderna ha sido la de mezclas los estilos eclécticamente, para poder reducir la idea de la integridad artística. Uno de los primeros ejemplos en la arquitectura, es el edificio de Philip Johnson de la AT&T en Mantattan (ahora Sony), un rascacielos que también podía ser un gigantesco gabinete Chippendale del siglo XVIII. La firma de arquitectos Foster & Partners diseñó las oficinas ejecutivas de HSBC (Hong Kong and Shanghai Banking Corporation, de 1979-86), un edificio que también podía ser el puente de un barco, con todo y pistolas antiaéreas falsas, en caso de que el banco las necesitara. La Casa de Friedensreich Hundertwasser en Viena (1986) es más extrema—un empalme deliberado de rascacielos de vidrio, estuco y ladrillos ocasionales, junto con balcones colocados de manera extraña y ventanas de tamaños arbitrarios, junto con uno o dos domos de cebolla rusos.

Si juntamos las dos estrategias que mencionamos arriba, entonces el arte postmoderno terminará siendo tanto autorreferencial como destructivo. Será un comentario interno sobre la historia social del arte, pero será subversivo. Aquí se encuentra una continuidad del modernismo. Picasso tomó uno de los retratos que Matisse hizo de su hija, y lo usó como diana para tirar dardos, animando a sus amigos a hacer lo mismo. La pieza L.H.O.O.Q. de Duchamp (1919) es una interpretación de la Mona Lisa con una barba caricaturesca y bigote. Rauschenberg borró un De Kooning con un lápiz de cera pesado. En los sesenta, una pandilla liderada por George Maciunas ejecutó la pieza Piano Activities de Philip Corner (1962), la cual incluía a un número de hombres con implementos de destrucción, tales como sierras de banda y marros para destruir un piano de cola. La Venus de Milo, de Niki de Saint Phalle (1962), es una versión de yeso y alambre de la belleza clásica, cubierta con bolsas de pintura roja y blanca; Saint Phalle tomó un rifle y disparó a la Venus, perforando la estatua y las bolsas de pintura para crear un efecto de salpicado. La Venus de Saint Phalle nos vincula con la tercera estrategia postmoderna. El postmodernismo nos permite hacer declaraciones de contenido siempre y cuando sean de una realidad social y no acerca de una supuesta realidad natural u objetiva y—aquí la variación—siempre y cuando sean declaraciones sobre raza/clase/sexo estrechas, más que las declaraciones pretenciosas y universalistas sobre algo llamado La Condición Humana. El postmodernismo rechaza una naturaleza humana universal y sustituye la declaración de que todos estamos constituidos por grupos en competencia, a partir de nuestras circunstancias raciales, económicas, étnicas y sexuales. Aplicado al arte, esta afirmación postmoderna implica que no hay artistas, sólo artistas con denominaciones compuestas: artistas negros, artistas homosexuales, artistas pobres hispánicos, y así sucesivamente.

La pieza PMS del artista conceptual Fredric, de los noventa, nos ayuda a proporcionar un esquema. La pieza es textual, un lienzo negro con las siguientes palabras en rojo:

WHAT CREATES P.M.S. IN WOMEN?
Power
Money
Sex

Comencemos con Poder y consideremos la raza. Butcher Boys, de Jane Alexander (1985-86), es una pieza apropiadamente poderosa sobre el poder blanco. Alexander coloca a tres figuras blancas sudafricanas en una banca. Sus pieles son de un blanco fantasmal, cadavérico, y les otorga cabezas de monstruo y cicatrices de cirugías coronarias, sugiriendo sus faltas de corazón. Pero los tres están sentados casualmente en la banca—pueden estar esperando un camión o viendo a los transeúntes en un centro comercial. Su tema es la banalidad del mal: Los blancos ni siquiera reconocen su propia monstruosidad.

Ahora el Dinero. Se encuentra la antigua regla del arte moderno, de que uno nunca debe decir nada agradable acerca del capitalismo. Desde las críticas de Andy Warhol de la cultura capitalista de producción masiva podemos pasar fácilmente a la pieza de Jenny Holzer, Private Property Created Crime (1982). En el centro del capitalismo mundial—Times Square en Nueva York—Holzer combinó el conceptualismo con el comentario social de manera irónicamente astuta, al usar los propios medios del capitalismo para subvertirlo. La obra del artista alemánHans Haacke, titulada Freedom is now simply going to be sponsored—out of petty cash (1991) es otro ejemplo monumental. Mientras que el resto del mundo estaba celebrando el fin de la brutalidad detrás de la Cortina de Hierro, Haacke erigió un enorme logo de Mercedes Benz encima de una torre de guardias de Alemania Oriental. Hombres con armas solían ocupar dicha torre—pero Haacke sugiere que todo lo que estamos haciendo es reemplazar el dominio de los soviéticos por el igualmente desalmado dominio de las corporaciones.

Y ahora, el Sexo. La Venus de Saint Phalle puede cumplir una doble función. Podemos interpretar el rifle que dispara a la Venus como una herramienta fálica de dominio, en cuyo caso la pieza de Saint Phalle puede verse como una protesta feminista de destrucción masculina de la femineidad. El arte feminista del mainstream incluye los pósters de Barbara Kruger, y sus exhibiciones enormes con fuertes tonos en negro y rojo, con rostros enfurecidos que gritan slogans políticamente correctos sobre la victimización femenina—el arte como un cartel en un rally político. Branded de Jenny Saville (1992) es un autorretrato grotesco: contra cualquier concepción de belleza femenina, Saville afirma que ella será dilatada y espantosa—y ponértelo en la cara.

La cuarta y final variación postmoderna del modernismo es un nihilismo más implacable. Los anteriores, aunque se enfocan en lo negativo, siguen lidiando con temas importantes de poder, riqueza y justicia en torno a las mujeres. ¿Cómo podemos eliminar más profundamente cualquier positivismo en el arte? No obstante qué tan implacablemente negativo se haya vuelto el arte moderno, ¿qué no se ha hecho? Entrañas y sangre: una exhibición del año 2000 le pidió a los asistentes a colocar un pez dorado en una batidora y luego encenderla—el arte como vida reducido a entrañas líquidas indiscriminadas. Self, de Marc Quinn (1991) es la propia sangre del artista recolectada en el curso de varios meses, y luego colocada en un molde congelado de su cabeza. Este es reduccionismo a ultranza. Sexo inusual: sexualidades alternas y fetiches han sido bastante trabajados durante el siglo XX. Pero hasta recientemente, el arte no ha explorado el sexo con niños. Sleepwalker de Eric Fischl (1979) nos muestra a un púber masturbándose mientras está parado y desnudo en una alberca infantil en el patio trasero. Bad Boy, del mismo Fischl (1981) nos muestra a un chico robando del bolso de su madre y viendo a su madre desnuda, la cual duerme con ella, las piernas abiertas. Si hemos leído a nuestro Freud, sin embargo, quizá esto no nos asusta. De modo que nos dirigimos a Cultural Gothic, de Paul McCarthy (1992-93) y el tema del bestialismo. En esta exhibición movible, de tamaño real, un joven está parado detrás de un chivo que está violando. Sin embargo, aquí tenemos más que la sexualidad infantil y el sexo con animales: McCarthy añade un comentario cultural al tener al padre del hijo presente y descansando sus manos paternalmente en los hombros del chico mientras éste se encuentra empujando.

Una preocupación por la orina y las heces: nuevamente, el postmodernismo continúa una antigua tradición modernista. Después del urinario de Duchamp, Kunst ist Scheisse (“El Arte es mierda”) se convirtió, apropiadamente, en el lema del movimiento Dada. En los sesenta, Piero Manzoni enlató, etiquetó, exhibió y vendió noventa latas de su propio excremento (en 2002, un museo británico compró la lata número 68 por unos 40,000 dólares). Andrés Serrano generó controversia en los ochenta, con su Piss Christ, un crucifijo sumergido en un frasco con la orina del artista. En los noventa, la pieza de Chris Ofili, The Holy Virgin Mary (1996), retrataba a la Madonna rodeada de genitales incorpóreos y trozos de heces secas. En 2000, Yuan Cai y Jian Jun Xi rindieron homenaje a su maestro, Marcel Duchamp. Fountain se encuentra ahora en el Tate Museum en Londres, y dentro de las horas regulares del museo, Yuan y Jian se bajaron la bragueta y orinaron en el urinario de Duchamp. (Los directores del museo no estuvieron muy contentos, pero Duchamp estaría orgulloso de sus hijos espirituales.) Y luego está G.G. Allin, el autoproclamado artista de performance, que logró sus quince minutos al defecar en el escenario y arrojar las heces al público.

De modo que, nuevamente, hemos llegado a un camino sin salida: desde los orines al arte de Duchamp a comienzos de siglo a la mierda que te arroja Allin al final—eso no es un desarrollo significativo durante el curso de un siglo.

El futuro del arte

El apogeo del postmodernismo en el arte fueron los ochenta y noventa. El modernismo se había estancado para la década de los setenta, y yo sugiero que el postmodernismo ha llegado a un camino sin salida similar, un periodo de “¿Qué sigue?” El arte postmoderno fue un juego realizado dentro de un rango estrecho de suposiciones, y estamos agotados con lo mismo de lo mismo, con sólo unas pequeñas variaciones. Los grotescos se han vuelto mecánicos y repetitivos, y ya no nos producen asco. Entonces, ¿qué sigue?

Nos ayuda recordar que el modernismo en el arte surgió de una cultura intelectual específica de finales del siglo XIX, y que ha seguido siendo fielmente apegada a dichos temas. Pero esos no son los únicos temas abiertos a los artistas, y mucho ha ocurrido desde finales del siglo XIX.

No sabríamos del mundo del arte moderno, de que la expectativa de vida se ha doblado desde que Edvard Munch gritó. No sabríamos que las enfermedades que comúnmente mataban a cientos de miles de recién nacidos cada año han sido eliminadas. Ni tampoco sabríamos nada acerca de los estándares elevados de vida, la expansión del liberalismo democrático, y los mercados emergentes.

Estamos brutalmente concientes de los horribles desastres del Nacional Socialismo y del Comunismo Internacional, y el arte tiene el papel de mantenernos conscientes de ello. Pero no sabríamos del mundo del arte el hecho, igualmente importante, de que esas batallas fueron ganadas y que la brutalidad fue derrotada.

Y al entrar a terreno aun más exótico, si supiéramos sólo al mundo del arte contemporáneo, no podríamos tener ni una luz trémula de la emoción que produce la psicología evolutiva, la cosmología del Big Bang, la ingeniería genética, la belleza de las matemáticas fractales—y el hecho asombrosos de que los seres humanos son el tipo de ser que puede hacer todo este tipo de cosas.

Los artistas y el mundo del arte deberían estar en los linderos. El mundo del arte se encuentra ahora marginado, endogámico y conservador. Se está quedando atrás, y para cualquier artista con un poco de respeto por sí mismo, no debiera haber nada más degradante que quedarse atrás.

Existen unos cuantos propósitos culturales más importantes que el avance genuino del arte. Todos sabemos, intensamente y personalmente, lo que el arte significa para nosotros. Nos rodeamos de él. Libros y videos de arte. Películas en el cine y en DVD. Estéreos en casa, MP3 música en nuestros autos. Novelas en las playas y como lectura para antes de dormir. Viajes a galerías y museos. Arte en las paredes de nuestras salas. Cada uno está creando el mundo de arte en el que quiere vivir. Desde el arte en nuestras vidas individuales al arte que forma símbolos nacionales y culturales, desde el cartel de 10 dólares hasta la pintura de 10 millones adquirida por un museo—todos tenemos una gran inversión en el arte.

El mundo está listo para ese nuevo y poderoso movimiento artístico. Eso puede venir no de aquellos que están contentos con detectar la última variación trivial en torno a temas actuales. Sólo puede venir de aquellos cuya idea de audacia no es esperar a ver qué es lo que puede hacerse con productos de desecho que no se haya hecho antes.

El punto no es que no existan negativos allá afuera que el mundo del arte no pueda confrontar, o que el arte no puede ser un medio para la crítica. Existen los negativos, y el arte nunca debe encogerse frente a ellos. Mi argumento de dirige hacia la negatividad y destructividad uniforme del mundo del arte. ¿Cuándo fue que el arte en el siglo XX dijo algo estimulante sobre las relaciones humanas, sobre el potencial de la humanidad hacia la dignidad, y la valentía, sobre la pura pasión positiva de ser en el mundo?

Las revoluciones artísticas son hechas por unos cuantos individuos. En el corazón de cada revolución se encuentra un artista que logra la originalidad. Un tema novedoso, un sujeto fresco, o el uso inventivo de la composición, la figura o el color, señalan el comienzo de una nueva era. Los artistas son verdaderamente dioses: crean un mundo con su obra, y contribuyen a la creación de nuestro mundo cultural.

No obstante, para que los artistas revolucionarios se acerquen al resto del mundo, otros juegan un papel crucial. Los coleccionistas, los propietarios de galerías, los curadores y los críticos, toman decisiones sobre qué artistas están genuinamente haciendo trampa—y, de la misma manera, qué artistas merecen más su dinero, espacio en galerías y recomendaciones. Estos individuos también crean las revoluciones. En el mundo del arte, una revolución depende de aquellos que sean capaces de reconocer el logro de un artista original, y que tienen la valentía e iniciativa para promover dicha obra.

El punto no es regresar a los 1800s o de convertir al arte en la elaboración de postales bonitas. El punto es acerca de cómo ser un ser humano que ve el mundo con nuevos ojos. En cada generación, sólo hay unos cuantos que logran esto en el nivel más elevado. Ese es siempre el reto del arte y su más alto llamado.

El mundo del arte postmoderno es una sala de espejos en decadencia, que refleja agotadamente algunas innovaciones introducidas hace un siglo. Es hora que pasemos a otra cosa.

* * *

Stephen R.C. Hicks es profesor de filosofía en la Rockford University de Illinois. Es autor de Explaining Postmodernism: Skepticism and Socialism from Rousseau to Foucault (Scholargy Publishing, 2004). Puede contactarse a través de su sitio en la Web. Este artículo está basado en unas conferencias impartidas en la Foundation for the Advancement of Art, titulada “Innovation, Substance, Vision,” realizada en Nueva York (octubre 2003) y el panel del Club de Filosofía de Rockford College, “El futuro del arte” (abril 2004).

Traducido al Español por Alejandro Espinoza.

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